Ariel Sharón y Abu Ala: la hora del unilateralismo

Cuando el fantasma del binacionalismo viaja a Bantustina

¿Cuál es el contexto en el que surgen las iniciativas israelíes y palestinas unilaterales, como la de la “desconexión” y la que brega por un estado binacional? ¿Cuál es la brecha entre su dimensión político-discursiva y la realidad material que legitiman y/o ocultan? Este artículo aporta al debate iniciado entre Abi Ben Shlomo y Pilar Rahola.

Por Sergio Rotbart (Desde Israel)

¿Es parte de la dinámica que ha cobrado velocidad tras la conquista de Irak, en la que los viejos enemigos se reconcilian (Egipto e Irán), los regímenes más antioccidentales se moderan hasta el inaudito límite de tantear el establacimiento de relaciones diplomáticas (Libia) o la reanudación de negociaciones (Siria) con quien es -según su propia retórica- su peor enemigo: Israel?
¿Las respectivas dirigencias de ambas partes del conflicto palestino-israelí han llegado a la conclusión de que el uso masivo e indiscriminado de la fuerza y la violencia, tras tres años de derramamiento de sangre sin precedentes en la historia del enfrentamiento entre ambas, no conduce a alcanzar sus objetivos maximalistas ni mucho menos a garantizar la seguridad y el apoyo de las poblaciones que cada una representa? ¿O, tal vez, se trata de una combinación de esas dos esferas, la “externa” y la “interna”, que sirven de contexto a la reanimación de iniciativas políticas por parte del gobierno israelí y de la dirigencia palestina?
Lo cierto es que, luego de un oscuro período signado por la lógica de hierro de la confrontación total, los programas y estrategias dirigidos a encontrar una solución de convivencia pacífica -temporaria o definitiva- vienen proliferando últimamente a un ritmo tal que hay quienes hablan, incluso, de una inminente reavivación del proceso político truncado en Camp David a fines del 2000. Pero tampoco faltan las voces más cautas que tienden a agregarle enormes signos de interrogación a la frase anterior, los que no habría que aplicar a la afirmación acerca de la proliferación de iniciativas, sino a la intención de sus autores y promotores. Y con respecto a la pregunta de los efectos que se pretenden generar, el panorama actual de las posibilidades factibles parece no agotarse en las proyecciones unidireccionales que ya dan por sentada la llegada a puerto seguro, sino que abarca también a los pronósticos pesimistas que prevén el advenimiento de un nuevo foco de tormenta, cuando, si bien estamos en un momento de relativa calma, aún no hemos dejado atrás la gran tempestad.
Desde el anuncio del “Mapa de Rutas” diseñada en Washington (el plan que contempla la creación de un estado palestino en los territorios de los que Israel se retiraría siempre y cuando la Autoridad Palestina realizara reformas políticas y combatiera tenazmente al terrorismo), durante varios meses la política del gobierno encabezado por Ariel Sharón estuvo guiada por la misma lógica militarista que éste general (retirado) supo priorizar tras el estallido de la Intifada de Al-Aqsa.
El giro meramente declamativo del premier israelí, reconociendo el carácter contraproducente de la ocupación y la necesidad de efectuar “renuncias dolorosas”, contrastó notoriamente con la continuidad de la estrategia de la represalia militar colectiva contra la población palestina so pretexto de combatir al terrorismo. Así, por ejemplo, en las llamadas acciones de “desarticulación focalizada” (de acuerdo al lenguaje castrense israelí), perpetradas con la finalidad expresa de ejecutar a cabecillas de organizaciones terroristas, Israel recurrió al lanzamiento de misiles y de bombas desde helicópteros y aviones sobre objetivos presuntamente militares que se desplazaban generalmente en el seno de la población de la Franja de Gaza, una de las zonas más densamente pobladas del mundo.
Varios muertos y decenas de heridos, todos ellos civiles, fueron el resultado casi inevitable de estos ataques periódicos, que no cesaron, incluso, en el período de cese de fuego pactado entre las fuerzas de seguridad israelíes y los grupos armados palestinos.

Una seguridad asfixiante

Esta dinámica marcada por el uso discrecional de la fuerza militar está reforzada por el lado más banal y permanente del régimen de ocupación israelí: el cierre hermético de Gaza y Cisjordania y la inmovilidad forzada de sus habitantes impuesta mediante barreras militares de “control de la seguridad” (en las que se impide a parturientas llegar al hospital más cercano, se retiene durante horas a ambulancias que transportan heridos y se les niega a miles de personas trasladarse de un poblado a otro dentro del territorio palestino). El llamado “muro de defensa” le confiere a esa situación de aislamiento y graves restricciones a la movilidad de los palestinos, un carácter irreversible al que se le agrega el hecho de que su construcción se viene realizando a varios kilómetros de los límites de 1967, hacia el interior de lo que debería ser el territorio del futuro Estado palestino.
Aldeas y poblaciones enteras quedarán separadas de sus tierras de cultivo, para muchos palestinos su única fuente de subsistencia, mientras que numerosos niños deberán levantarse a las cinco de la mañana para llegar a tiempo a la escuela, que dista a escasos kilómetros de sus casas, porque ahora el muro que se erige entre ellos impide el camino directo y exige efectuar un viaje de más de dos horas. Todo ello explica que, desde el punto de vista de los palestinos, la construcción de este cerco poco tiene que ver con la seguridad y se asemeja más a un mecanismo de segregación y confiscación. Por eso ellos lo llaman “muro del apartheid”.
Ante la brecha entre el inmovilismo negociador del gobierno israelí y el dinamismo de sus medidas unilaterales, un contraste que pasó a ser cada vez más preocupante para la administración Bush, resurgió un factor que parecía aún congelado desde el fracaso de Camp David: el movimiento por la paz, tanto del lado israelí como del palestino, rubricó en Ginebra un programa de acuerdo permanente y -lo que fue aún más significativo para los efectos que esta iniciativa provocó- refutó la percepción casi axiomática de que “no hay con quién hablar”. Muchos de los firmantes palestinos ocupan altos cargos en la Autoridad Palestina, pese a que Yasser Arafat no definió completamente su juego ambiguo entre el apoyo parcial y el distanciamiento elocuente. El gobierno de Sharón, por su parte, optó por la tradicional vía del rechazo e incluso de la deslegitimación de los políticos israelíes que protagonizaron el Acuerdo de Ginebra (al entendimiento allí conseguido se lo descalificó por “antidemocrático”, y algunos ministros, incluso, llamaron “traidores” a sus promotores).

La fuerza del unilateralismo

Sin embargo, el halo de descrédito que la derecha nacionalista creó en torno del Acuerdo de Ginebra no bastó para contrarrestar o disminuir el efecto político que esa iniciativa generó, al reinstalar en el debate público israelí las cuestiones cruciales que componen la agenda de cualquier intento de conciliación con los palestinos: la partición territorial, el principio de dos estados para dos pueblos, la Línea Verde de 1967 como límite definitivo, la partición de Jerusalem y de la jurisdicción sobre sus lugares religiosos considerados santos, la cuestión de los refugiados y de su derecho del retorno. Luego de esgrimir repetidamente el argumento del carácter no representativo y eminentemente virtual y marginal del documento conocido como “Iniciativa de Ginebra”, los propios líderes del principal partido del gobierno (Likud) pasaron a presentar paulatinamente -tanteando la acogida pública de cada paso- sus “planes alternativos”. Ehud Olmert, el ministro de Industria y Comercio, fue el primero en darle alguna forma más concreta a la ambigua y dilatada disposición de Sharón a efectuar “renuncias dolorosas”. Considerado un halcón de pura raza como el jefe del gobierno de Israel, el anuncio de Olmert de que Israel debe “retirarse de los territorios” como única alternativa para garantizar el carácter judío del Estado y resguardar su seguridad, causó revuelo en su propio partido, el Likud, cuya plataforma ideológica histórica está centrada en la integridad territorial del Gran Israel, “desde el mar hasta el río Jordán”. Sin embargo, lo que para cualquier militante de alguno de los partidos nacionalistas de derecha significa una “renuncia inaceptable”, adquiere un carácter mucho más relativo en círculos políticos de centro y en grupos sociales más amplios. Desde éste punto de vista resalta precisamente el carácter “moderado” del plan de “retirada unilateral” promovido por Olmert, quien presupone que Israel debe llevarlo a cabo aún si la actual dirigencia palestina no lo aceptara, opción casi preferible a una posible solución pactada entre ambas partes. Y esta “preferencia” por la unilateralidad se explica por la parcialidad de la propuesta desde la perspectiva de los intereses palestinos, a tal punto que todos los dirigentes de los distintos sectores políticos representativos -desde la AP hasta el Hamas, pasando por Al Fataj- rechazaron rotundamente la viabilidad de una salida de este tipo.
En efecto, el ministro israelí habla de una “retirada de los territorios” aunque sin especificar de cuáles y hasta qué línea fronteriza, pero sí dejando bien en claro que el retiro no contemplará ni a Jerusalem ni a los grandes bloques de asentamientos judíos en la Cisjordania. Comparada con la negociada en Camp David en el 2000 y con la actual iniciativa de Ginebra, se trata de una propuesta tan minimalista que ningún dirigente palestino, por más pragmático que fuera, podría presentar públicamente en Gaza y Cisjordania. La unilateralidad, por lo tanto, no es una fase inevitable de la dinámica negociadora, a la que se llega una vez agotadas otras instancias, sino una condición previa pergeñada por la dirigencia israelí oficial.

La vía dolorosa de la anexión

Ante el paso concreto (¿globo de ensayo, tal vez?) de su ministro Olmert, Ariel Sharón no pudo menos que esbozar alguna fórmula de renuncia israelí que actuara como alternativa a la idea de la retirada, que suena demasiado a “traición a la patria histórica” para los oídos del grueso de los militantes del partido Likud y de sus aliados en la coalición gubernamental, fundamentalmente del Partido Religioso Nacional (Mafdal), que constituye la representación política de los colonos de los asentamientos judíos erigidos en los territorios palestinos ocupados desde 1967. Así surgió su “plan de desconexión”, cuya vaguedad y ambigüedad superan a las que caracterizan a la propuesta de retirada, y probablemente lo mismo vale también para su grado de creatividad publicitaria. Tras varios meses de presiones por parte de la administración norteamericana y de la comunidad internacional, finalmente el gobierno encabezado por Sharón anunció que desmantelará los campamentos temporarios ilegales que constituirían las bases de futuros asentamientos en el territorio de Cisjordania. En la práctica, aún no se ha realizado ninguna evacuación significativa. La idea del retiro del ejército israelí de la Franja de Gaza y de la evacuación de los asentamientos judíos allí existentes resulta mucho más popular en el público israelí, dado que en este territorio salta a la vista el contraste entre el minúsculo tamaño de la población judía (alrededor de 7.000 personas) esparcida entre pequeñas islas en medio de un mar de cerca de un millón y medio de palestinos. El alto precio pagado por Israel para cuidar a esos enclaves, tanto en vidas humanas como en la movilización de efectivos militares, es un dato de la realidad al que incluso a los más férreos defensores de la “seguridad nacional” les cuesta justificar.
Pero si la “desconexión” de ese infierno tan temido, que es Gaza, es casi un imperativo consensuado, también lo es la conservación bajo jurisdicción israelí de los grandes bloques de asentamientos erigidos en Cisjordania (en muchos casos se trata de grandes ciudades, como Ariel, en la zona de Samaria, y Maale Adumim, en las proximidades de Jerusalem). En este punto radica la diferencia sustancial entre las iniciativas oficialistas unilaterales y un programa de paz negociado como el contenido en la Iniciativa de Ginebra. Mientras que las primeras no contemplan el retorno a los límites de la Línea Verde -la frontera del ´67 reconocida internacionalmente-, y por lo tanto implican la anexión a Israel de territorios en disputa (fundamentalmente la parte oriental de Jerusalem), la segunda -en cambio- se basa en el retiro a los límites de 1967 con “correcciones mínimas” que permitirían mantener al grueso de la población judía de los asentamientos bajo la juridiscción israelí, a cambio de otros territorios israelíes que pasarían a ser parte del futuro Estado palestino, como las tierras aledañas a la zona sur de la Franja de Gaza. Lo que para los promotores del modelo de Ginebra es un logro de suma importancia, para sus críticos es una renuncia vital: unos miden el éxito de acuerdo al hecho de que el 75% de los judíos que viven en territorios palestinos seguirán haciéndolo pero bajo soberanía israelí reconocida; los otros ven un fracaso o una tragedia en la posibilidad de que varios asentamientos (en los que viven el 25% restante, pero que están dispersos en un territorio de gran extensión y relativamente alejados de la Línea Verde) deban ser evacuados y las tierras que ocupan deban ser devueltas.
Desde la perspectiva de la dirigencia palestina, la diferencia entre una solución acordada y cualquiera de las estrategias unilaterales del gobierno de Israel también tiene una importancia crucial. En la primera opción, la Autoridad Palestina ve la única vía que conduce a un estado palestino independiente y soberano, con un mínimo grado de continuidad territorial, cuya capital será la parte oriental de Jerusalem (Al-Quds, según su nombre en árabe). Cualquier iniciativa que pase por alto la instancia negociadora representa el intento de imponer una política anexionista que convertiría a la entidad palestina autónoma (es decir, luego de la retirada israelí) en algo poco parecido a un estado soberano y más próximo a lo que ya se denomina con el nombre de “Bantustina”, esto es, enclaves separados entre sí por territorios anexados a Israel y por su “muralla de defensa”, como los Bantustanes erigidos por el régimen del apartheid en Sudáfrica, que constituirían el “Estado” de Palestina.

Pragmáticos radicalizados, fundamentalistas moderados

Ante semejante pronóstico, Abú Ala, el primer ministro de la AP, sacó a relucir recientemente una carta para presionar a Israel a la que le atribuye un poder simbólico, tal vez, tan grande como las pérdidas y el daño reales causados por la violencia y el terrorismo suicida.
Si Israel no acepta la solución de los límites del ´67, anunció, los palestinos se verán obligados a optar por la vía que conduce a un Estado binacional, en el que -gracias a la dinámica demográfica- los árabes serán mayoría y los judíos una minoría. El recurso a la amenaza del binacionalismo, como medio de presionar a Israel, no es nuevo entre los palestinos. El primero en emplearlo, aún en la primera Intifada, fue Sari Nusseibeh, el actual presidente de la universidad de Al-Quds (y coautor, junto con el ex titular del servicio de seguridad interior israelí, Ami Ayalon, de una iniciativa muy similar a la de Ginebra). Entonces el dirigente e intelectual palestino dijo que si Israel no estaba dispuesto a retirarse de los territorios, los palestinos debieran exigir la anexión total al Estado israelí y luchar para obtener derechos civiles plenos. En las circunstancias actuales, son muchas las voces que condenan la situación en la que los palestinos permiten la continuidad de la “ocupación de lujo”, es decir la conquista de facto de sus territorios sin que el poder ocupante asuma responsabilidad alguna por la vida de la población que vive en ellos. A medida que se acerque el momento en que Ariel Sharón active su “plan de desconexión” unilateral (retiro unilateral), aumentarán las propuestas que promueven un Estado binacional por parte de los palestinos. Tal es el pronóstico que hace el periodista Danny Rubinstein en el diario israelí Haaretz (9 de enero de 2004).
Como lo viene haciendo desde que las reformas aceptadas por la AP, le exigen delegar parte de su poder a manos de un “Primer Ministro”, Yasser Arafat no dejó pasar mucho tiempo para “corregir” a Abú Ala. El error cometido por éste último no consistió en recurrir a la opción unilateral como instrumento de presionar al gobierno de Israel, sino en hacerlo esgrimiendo el fantasma del binacionalismo, una carta muy poco realista y perjudicial para la consecución del objetivo central de la causa palestina: el Estado independiente con un grado mínimamente aceptable de continuidad territorial y Jerusalem oriental como su capital. La posibilidad de declarar en forma unilateral la creación de un Estado palestino tampoco es un arma nueva en el arsenal de recursos declamativos del que se sirve Arafat. El eco mediático que el líder palestino pretende crear, contrasta notoriamente con la precaria y sumamente debilitada situación material de la AP para enfrentar la continuidad de la conquista israelí, por un lado, y la falta de medios políticos para demostrarle a la fuerza ocupante que el cese de fuego y la reanudación de las conversaciones son pasos viables en la actual situación.
Mientras la conducción oficial de la AP radicaliza su arsenal retórico, su rival interno más importante, el movimiento fundamentalista Hamas, responsable de gran parte de los atentados suicidas contra ciudadanos israelíes, intenta moderar sus posiciones. Su principal dirigente y máxima autoridad religiosa, el jeque Ahmed Yassin, declaró que estaría dispuesto a firmar un acuerdo temporario con Israel que contemplara el levantamiento de un Estado palestino en Gaza y Cisjordania. “Dejaremos el resto de la tierra conquistada para la historia”, agregó, en alusión a una posible renuncia a la estrategia maximalista de la corriente que lidera, que siempre proclamó la destrucción de Israel (la “entidad sionista”, según su propio lenguaje) como medio y estrategia para conseguir el fin último: la Gran Palestina, del mar al río Jordán. La presunta disposición a renunciar a esa concepción irredentista (nótese la similitud con la dinámica de la relación entre el discurso y la práctica que se da en el campo nacionalista-maximalista israelí) se inscribe en el contexto de la prolongada parálisis del proceso político, cuyo resultado podría ser el colapso de la AP.
En tal caso, el Hamas tendría que presentarse como alternativa de conducción, y para eso es necesario una imagen de responsabilidad y de realismo seria. Algunos analistas palestinos también estiman que el relativo, pero significativo descenso en la intensidad de los atentados terroristas que se produjo en las últimas semanas (hasta el momento de escribir estas líneas, claro está), también está vinculado al intento del movimiento islamista de reforzar su imagen de partido político capaz de liderar al pueblo palestino.