Los meses que transcurrieron entre la firma del primer acuerdo de Oslo, en septiembre de 1993, y el asesinato de Itzjak Rabin, en noviembre de 1995, estuvieron signados por un clima de deslegitimación y de incitación ideológica a la violencia del cual las palabras citadas más arriba son un fiel ejemplo.
El entonces premier Rabin, principal protagonista israelí del primer paso de diálogo y reconocimiento con la dirigencia palestina en la historia de su país, fue representado por la oposición -y fundamentalmente por su sector más militante: la dirigencia de los colonos judíos asentados en Cisjordania y Gaza- como “traidor” y colaboracionista con los enemigos de su pueblo.
Igal Amir, el asesino de Rabin, tomó en cuenta los mensajes, consignas e imágenes que alimentaban diariamente esa campaña de demonización con una seriedad extraordinaria, como si se tratara de verdades metafísicas que conformarían una creencia ciega. Desde su punto de vista, el del asesino, los tres disparos contra el cuerpo de Itzjak Rabin eran un acto imperativo que emanaba de una misión superior: salvar a la patria de otra catástrofe como la del Holocausto de los judíos europeos.
Las pancartas que exhibían el fotomontaje de Rabin con el uniforme de oficial de las S.S. y las comparaciones con el Judenrat no eran partes aisladas o expresiones excéntricas de una campaña opositora tan democrática que hasta se podía dar el lujo de tolerar “hierba mala” o “márgenes lunáticos”. Todos esos motivos y asociaciones de deslegitimación radical estaban en el centro de las masivas manifestaciones y emanaban del seno de la cultura política de la derecha nacionalista y religiosa.
A vuelta de página del siglo XX, con antecedentes como los de Walter Rathenau y Jean Jaurés, no se necesita mucha originalidad para incluir el caso de Rabin en el mismo común denominador de la violencia política que se desencadena cuando se señala al adversario como “enemigo de la patria”. De la acusación pública y declamativa de “traición” a la posibilidad de que un fiel soldado del propio campo político-ideológico decida traducir su interpretación de ese apelativo oprobioso a un acto de violencia, hay una causalidad estadística muy fuerte.
De la reparación a la reconciliación
El asesinato de Rabin fue muy rápidamente desconnotado de las circunstancias políticas e históricas en las cuales tuvo lugar. El hecho de que dos personalidades políticas centrales que tomaron parte en la campaña ideológica que precedió al crimen hayan llegado a ser primer ministro de Israel (Binyamin Netaniahu y el citado Ariel Sharón), habla de la profundidad de la negación y de la dimensión de la desvirtuación en torno al significado del suceso en la sociedad israelí.
Apenas una semana después del atentado contra Rabin, la historiadora israelí Idith Zertal alertó acerca de un posible desdibujamiento de la “verdad histórica y filosófica” que él representaría mediante su transfiguración en un “culto memorioso de reconciliación y unidad, que equivale siempre a una campaña de desmemoria, olvido y negación”.
El significado profundo de la muerte violenta de Rabin no se encuentra sólo en “los tres años de incitación salvaje de la extrema derecha y de la derecha supuestamente moderada”. Esa muerte -escribió Zartal- “es el producto de alrededor de treinta años de danza mesiánica, de la mezcla fatal entre el fanatismo religioso y el fanatismo nacionalista, ante los cuales la sociedad y la democracia israelíes no sólo que no supieron enfrentarse, sino que los forjaron”.
Para que el asesinato no fuera un disparador de autocrítica y se transformara en “prenda de unión”, no fue suficiente el accionar y la prédica demagógica de la derecha, sino que también era necesaria la colaboración de los seguidores del asesinado, es decir del movimiento laborista conciliador y conciliado tras la muerte de su líder histórico. Desde el primer día posterior al asesinato, su despolitización y la neutralización de su dimensión histórica son patrimonio compartido tanto por los enemigos de Rabin como por sus seguidores partidarios. Frente al quiebre y la crítica con respecto a su propia historia e identidad que representó el acuerdo de Oslo, impulsado por Itzjak Rabin, los competidores por encarnar su herencia simbólica (Shimón Peres, Ehud Barak y hasta Benjamin Ben-Eliezer) no hicieron más que reforzar el carácter irreversible de la consecuencia del crimen, es decir regresar la historia israelí a su curso “normal”: el de la conquista colonizadora como verdad fáctica, parte integral y natural del paisaje patrio.
Encanto embrujado
Los intentos que Ehud Barak viene realizando para regresar a la arena política, luego del largo silencio que inició tras el fracaso de las negociaciones de Camp David -en el 2000- representan, quizás, el caso más patético de ocultamiento de la falta de coraje propio para frenar la danza macabra de violencia y barbarie de los últimos tres años.
Barak dijo que el estallido de la actual Intifada no hizo más que “mostrar el verdadero rostro” de Arafat y de la dirigencia palestina, por lo que -tal como él lo cree- “no hay posibilidad de llegar a un acuerdo en las próximas generaciones”.
No resulta sorprendente, por lo tanto, que el reciente “Compromiso de Ginebra” firmado con representantes de la Autoridad Palestina fuera producto de una iniciativa, por parte del lado israelí, externa al Partido Laborista.
Sus firmantes demostraron la falacia de la frase “no hay con quién hablar”, ya bien arraigada en el mapa cognitivo de los israelíes, y le dieron sustento a la tesis que sostiene que el terrorismo suicida y la corrupción de las autoridades palestinas no pueden justificar al contraterrorismo estatal y a la continuidad del régimen israelí de ocupación-colonizador, sino que ambas fuerzas se retroalimentan y refuerzan mutuamente como partes de una lógica perversa de perpetuación de la violencia.
Los promotores del llamado “entendimiento de Ginebra” ya fueron señalados y tildados de “traidores” por los voceros del mismo campo ideológico-político que acusó a Rabin de “entregador”.
La sociedad israelí está a punto de conmemorar un nuevo aniversario del asesinato de Itzjak Rabin en tiempos en que su último legado, que otrora fuera motivo de prestigio social y de luchas hereditarias intrapartidarias, sólo puede tener un referente real y concreto en iniciativas y personajes considerados “traidores” por el gobierno de Israel.
Idith Zertal interpreta el significado del último Rabin en la historia israelí y en la propia historia personal del dirigente en un libro que tiene un título por demás emblemático: “Nación y Muerte. Historia, memoria y política” (Tel-Aviv, 2002, hebreo).
En palabras de la historiadora: “El propio Itzjak Rabin, el hombre de guerra, el hijo bello y querido de la utopía sionista, representó durante muchos años el lado oscuro de la fuerza, su parte embriagadora, hasta que con el gran acto heroico de su vida rompió el marco de su biografía conocida de antemano, y se precipitó hacia el peligroso curso de la paz, de la partición de la Tierra de Israel, y del bosquejo de los límites definitivos del Estado de Israel. Esto le costó, primero, la pérdida de su juventud eterna y de su principado feliz, y luego también su vida; un precio que -aparentemente- estaba dispuesto a pagar… Así, este hombre de pequeñas palabras, que nunca pronunció en vano ni el nombre de la destrucción ni el nombre de la redención, se convirtió -a partir de su muerte- en mártir, en testigo del desastre del mesianismo político y de la falta de redención en este mundo”.
¿Tuvieron los tres disparos de Igal Amir un poder tal como para reencauzar la historia a su curso “normal”, previo a los acuerdos de Oslo, de una forma tan contundente que parece hasta irreversible? ¿O acaso el asesino es un síntoma paradigmático de una tendencia más general, arraigada pero negada, de la sociedad israelí? Y si ello fuera así, ¿cómo romper el encanto embrujado bajo el que danza la serpiente?
La propia historia de Rabin puede servir como inspiradora de preguntas acerca de las formas sinceras que aspiran a revertir un mal del que uno es parte.
Notas Relacionadas
15/03/2006 Homenaje a religiosos víctimas de la dictadura
09/01/2015 Somos todos franceses
28/08/2020 El Ingreso Básico Universal y sus dilemas