En momentos en que la política argentina se encuentra sumida en candidaturas virtuales, en el casi inexistente debate sobre las propuestas de los futuros legisladores y en una patética discusión cotidiana sobre las parodias de Marcelo Tinelli en el Gran Cuñado (pobre espectáculo que mucho hace extrañar el humor político de Tato Bores, quien, a diferencia de Tinelli, partía del respeto del actor hacia la política), no parece desatinado volver a reflexionar sobre el que, sin dudas, será el acontecimiento político del año: la muerte de Raúl Alfonsín.
Un rápido repaso de la vida política de este hombre nos ofrece su participación como uno de los fundadores de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos en 1975; su papel como abogado defensor de presos políticos en aquella misma noche dictatorial; su oposición a una guerra que parecía inminente con Chile en 1978; su rechazo a la guerra de Malvinas en 1982, cuando fue uno de los pocos líderes que denunció la manipulación de la dictadura de Galtieri; y su negativa a una transición democrática pactada con los militares como ocurrió en otros países de la región y como pretendía el opositor Partido Justicialista.
Una vez en el gobierno, Alfonsín asumió su compromiso electoral de derogar la ley de autoamnistía impulsada por el general Bignone en 1983 e impulsó los juicios por violaciones a los derechos humanos. Creó para tal fin la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (Conadep), que llevó a cabo el ejemplar trabajo de documentar los vejámenes del terrorismo de Estado en el informe conocido como “Nunca más”.
En materia de política exterior, el récord de su gobierno fue notable: contribuyó a zanjar las diferencias limítrofes con Chile, sometiendo a consulta popular no vinculante el tratado por el Canal del Beagle, y desterró definitivamente las hipótesis de conflicto con Brasil. Alfonsín fue, asimismo, el líder de una gran corriente integracionista, que pensó un Mercosur más amplio que una simple unión aduanera.
Desde luego que su gobierno tuvo enormes dificultades. Le tocaron tiempos turbulentos, de deuda externa impagable, de inflación galopante y de presiones corporativas. Sin dudas, el deterioro que podía sufrir un gobierno como el del líder radical en aquellas circunstancias era mucho mayor que el que puede atravesar cualquier gobierno en una democracia consolidada. Como afirmó Ricardo Sidicaro: “El protagonismo inicial estaba destinado, como inevitablemente ocurre en la dinámica de las democracias, a quedar atrapado en las relaciones de fuerza y los dilemas de la ética de las responsabilidades. La convicción de que todo fue mejor que si otro hubiese ejercido la primera magistratura en aquellos años somos numerosos los que la mantenemos. Casi nadie se había percatado en 1983 de que la Argentina casi no tenía Estado y que esa carencia desgastaría a cualquiera que estuviera a su cabeza. La conciencia cívica y la perseverancia democrática de don Raúl, sin buscarlo, tuvieron el gran mérito de hacer creer que había un Estado”.
Llegados a este punto, quisiera señalar tres aspectos específicos del legado de este hombre clave de la política argentina del siglo XX: pacifismo, honestidad y cultura democrática. Tres conceptos que son la síntesis de su pensamiento y acción.
Con respecto al legado pacifista, su primer gran aporte a “la vida y la paz” fue la convicción de que el camino a seguir no era el de la lucha armada sino el de las instituciones democráticas. Bajo el influjo de Alfonsín, gran parte de la juventud universitaria fue sustraída de la violencia protagonizada por quienes soñaban, a punta de fusil, con un futuro imposible.
En segundo lugar, cabe señalar algo que no debería ser excepción, pero lamentablemente lo es en la política argentina. Alfonsín sobresalió por su honradez, tanto en el carácter como en el manejo de la cosa pública.
Finalmente, su aporte a la cultura democrática. La gestión de Alfonsín, si en algo fue exitosa, es en la creación de una cultura republicana en un país que había olvidado los hábitos de la democracia, el diálogo y el consenso. Don Raúl logró, a fin de cuentas y a fuerza de empuje, obstinación y no pocas frustraciones, que la democracia no fuera, como en el pasado, una experiencia efímera en la vida de los argentinos. No es poco.
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