El reconocimiento del Estado argentino ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) sobre su responsabilidad en el atentado contra la AMIA y por su falta de esclarecimiento es un más de lo mismo. Sin embargo, fue el propio Estado (representado por los juristas Javier Salgado, Rodrigo Robles Tristán, Julia Loreta y Natalia D´Alessandro) el que pidió una condena que lo obligue, esta vez sí, a asumir y cumplir con el compromiso.
El Estado argentino se muestra así como un adolescente que les pide límites a sus padres, acaso porque dude de su propia capacidad para evitar meterse en problemas. El pedido habla de una inmadurez institucional, pero al mismo tiempo parece reflejar una voluntad política por empatizar con las víctimas.
Para la Corte IDH la postura argentina fue extraña. Sonó más a una postura política para diferenciarse de otros gobiernos (especialmente el de Carlos Menem y también el de Mauricio Macri) que contribuyeron a la impunidad de una u otra manera. Pero no es frecuente que un Estado se allane al reclamo de la contraparte y menos que lo haga desentendiéndose de la continuidad jurídica que tienen los países más allá del signo político de sus gobiernos.
Al gobierno de Menem lo responsabilizaron por el desvío de la pista siria. Al de Macri le reprocharon la decisión de proteger a los ex fiscales Eamon Mullen y José Barbaccia, a quienes no acusaron en el juicio oral.
Mientras se celebraba el tramo final de la audiencia de la Corte IDH en Montevideo, en Buenos Aires la Cámara Federal porteña, con los votos de los jueces Roberto Boico y Juan Carlos Bonzón (algo así como dos extraterrestres en Comodoro Py) ordenó tácitamente el procesamiento de los ex secretarios del juez Juan José Galeano por los delitos de encubrimiento, peculado, privación ilegal de la libertad y prevaricato. Se trata de Carlos Alfredo Velasco, María Susana Spina y Javier de Gamas (este último hoy juez de instrucción en Ushuaia). Están sospechados de manipular cámaras ocultas, apretar testigos, falsear actas y participar de la negociaron del pago ilegal al desarmador de autos Carlos Telleldín. Hasta ahora sólo estaban procesados por “incumplimiento de los deberes de funcionario público”, un delito ciertamente menor en comparación con los hechos que se les reprochan.
El tercer juez del tribunal, Mariano Llorens, votó en disidencia y se pronunció por el sobreseimiento definitivo de los ex secretarios. Consideró que no se les puede reprochar el cumplimiento de sus “tareas habituales”. Parece un sincericidio: la ilegalidad es una tarea habitual en Comodoro Py 2002.
Los representantes del Estado argentino desconocían ese fallo. Pero aun cuando se hubieran enterado antes de la audiencia en Montevideo, nada habría cambiado en relación con la postura que asumieron, que se resumió en cinco puntos básicos: el lamento por “las muertes y las heridas físicas y emocionales” de las víctimas y un reconocimiento expreso (“honra”, según la titular de la oficina gubernamental sobre el atentado, Natalia D´Alessandro) a “la lucha de Memoria Activa en búsqueda de justicia y democracia”; el reconocimiento de que “el atentado es un crimen contra la humanidad y una grave violación a los derechos humanos”; la “condena al terrorismo en todas sus formas y manifestaciones”; una suerte de pedido de disculpas por no haber cumplido con los compromisos asumidos en 2005 por el gobierno de Néstor Kirchner (“lamenta haber defraudado la confianza expresada por Memoria Activa al suscribir el acta”) y el compromiso “en cumplir de buena fe las órdenes que se dicten” a partir de una sentencia del tribunal internacional que vaticinaron como “una sentencia de vocación transformadora”.
El Estado argentino no asumió defensa alguna. Admitió que “es responsable por la violación al derecho a la vida, a la seguridad y a la no discriminación”. Y aceptó que “no tomó las medidas adecuadas de protección a pesar de la situación de riesgo general de la comunidad judía en Buenos Aires”.
¿Alcanza con el gesto?
La abogada del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), Paula Litvachky, saludó el allanamiento argentino. Pero advirtió que no será suficiente si persisten los obstáculos que contribuyeron no sólo a la impunidad sino a la frustración de las víctimas por las puertas que se cerraron en sus narices.
“El fracaso de la investigación está íntimamente ligado a cómo se desarrolló en las distintas etapas: bajo secreto, colonizada por el organismo nacional de inteligencia, desorganizada y con múltiples instancias policiales que dispersaron la intervención y compitieron entre sí”, describió la abogada del CELS, querellante junto con Memoria Activa.
Aunque nadie los nombró de manera directa, dos nombres sobrevolaron todo el tiempo el horizonte del fracaso de la investigación: Alberto Nisman y Antonio Stiuso. El difunto fiscal, porque como líder de un costoso equipo de investigación se valió del espía más famoso (o al revés) para casarse con una hipótesis que sólo se sustenta en informes de inteligencia.
Los peritos que declararon durante las dos jornadas de sesión de la Corte IDH en Montevideo reconocieron que la investigación se debe reencauzar porque hasta aquí, tras 28 años de derrotero inútil, los dictámenes fiscales de 2006 y 2009 que atribuyen responsabilidades a los iraníes “tienen como base fundamentalmente información de inteligencia”. Y esa información no es suficiente para condenar en un eventual juicio oral en un futuro impreciso y probablemente imposible.
Las partes reconocieron que tras la muerte de Nisman la investigación registró avances significativos y esperanzadores, pero los fiscales que estuvieron al frente de la UFI AMIA en aquellos tiempos tormentosos fueron desplazados. Hoy, la fiscalía especializada es –según la definición de Adriana Reisfeld y Diana Wassner, ambas familiares de muertos en la mutual judía- “una fiscalía fantasma”, que nunca escuchó a las víctimas ni mostró una mínima empatía con ellas.
Los funcionarios judiciales que sucedieron a Nisman admitieron que “ante la posibilidad de un eventual juicio con ciudadanos iraníes expresaron que es necesario ver la prueba que hay, corroborar la información de inteligencia porque con lo que hay, tal cual está, es difícil llevar el caso a juicio”. Menos aún: “esa información de inteligencia necesita ser corroborada para ingresarla válidamente a juicio. (…) Hay que emprolijar el caso para que, si se lograra la captura de las personas imputadas, llevarlas a juicio con alguna garantía de éxito”.
El otro reclamo central de las víctimas es el acceso a toda la documentación sobre el atentado. La disponible, la desclasificada, la desconocida e incluso la estropeada. La abogada del CELS, sobre la base de los relatos de Adriana Reisfeld y Diana Wassner, recordó que “en 2015, 21 años después del atentado, la UFI y las querellas pudieron acceder a los depósitos del organismo de inteligencia que había acumulado la documentación de la investigación del atentado. Estaban bajo 30 centímetros de agua, con ratas y cucarachas. Todo mezclado”.
“La historia del caso AMIA es la historia de cómo pelear para derribar el secreto. Secreto sobre el expediente, sobre el uso de los fondos reservados de inteligencia, sobre la documentación producida por la ex SIDE y otras dependencias estatales”, resumió Litvachky.
El Estado argentino le pidió a la Corte IDH que “acepte el sincero reconocimiento de responsabilidad internacional”.
Buenas intenciones. Tardías, acaso efímeras y siempre con el temor de ser improductivas. La mirada tibiamente esperanzadora está en el gesto. El pesimismo viene desde el fondo de los últimos 28 años de historia.
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