A 25 años del Campeonato Mundial de Fútbol Argentina´78

La fiesta de pocos, una dictadura para todos

Se cumplen veinticinco años del Mundial ´78 de fútbol disputado en la Argentina. El primero que organizó y ganó el país. El torneo estuvo condicionado por la asfixiante situación política que vivía la Argentina, sometida por una dictadura repudiada internacionalmente por sus ataques a la libertad democrática y las violaciones a los Derechos Humanos. Ese particular contexto que rodeó al certamen futbolístico más importante y esperado quizá sólo pueda parangonarse con aquellos en los cuales se habían desarrollado el Mundial de Italia, en 1934, con el régimen mussoliniano, y los Juegos Olímpicos de 1936, bajo la égida del nazismo. Todo el proceso previo a su inicio, las disputas internas derivadas de los fondos que para su organización se manejaron y el desarrollo del torneo están reseñados en esta nota.

Por Mariano Buren (Del Centro para la Investigación de la Historia del Fútbol)

La tarde del jueves 1º de junio de 1978 era empecinadamente fría, pese al sol. El medio asueto que el gobierno había obsequiado era retribuido en todo el país con calles vacías, televisores y radios encendidos como un coro unísono, y un estadio de River Plate lleno -con casi 80 mil personas- para presenciar la ceremonia inaugural del undécimo Campeonato Mundial de Fútbol. Con puntualidad militar, a las 13.15, un grupo de 1.700 jóvenes con remeras blancas y pantalones azules entraron al césped para realizar formaciones gimnásticas que integraron las palabras “Bienvenidos”, “Argentina 78” y “Mundial FIFA”. Tres bandas musicales se unieron en diferentes marchas, mientras que en la pista de atletismo desfilaban banderas. El agasajo a las delegaciones participantes culminó con la tradicional suelta de globos y palomas.
Luego del Himno Nacional, las miradas se centraron en el palco oficial. Allí, “vestidos de civil y calurosamente recibidos” -como describió Clarín-, estaban sentados los miembros de la Junta militar, Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti; además del presidente de la FIFA, João Havelange; el interventor de la AFA, Alfredo Cantilo; el titular del Ente Autárquico Mundial 78 (EAM 78), Antonio Luis Merlo, y el arzobispo de Buenos Aires, Juan Carlos Aramburu, que bendijo el torneo y leyó un texto enviado por el Papa Paulo VI, donde abundaban las plegarias para organizadores, participantes y seguidores.
Con Cantilo se inauguró la lista de oradores: “Bienvenidos a esta tierra de paz, libertad y justicia, que se siente honrada con vuestra presencia…”. Poco después, con su habitual tono monocorde y protocolar, Havelange certificó que “en nombre de la FIFA, quiero saludar al gobierno, a los dirigentes deportivos y al pueblo de la Argentina por la contribución valiosa que hacen al ofrecernos con su país el escenario maravilloso para la Copa del Mundo 1978…”. Luego llegó el turno de Videla, que anunció que aquél era “un día de júbilo para la Nación Argentina, en el marco de esta confrontación deportiva, caracterizada por su caballerosidad; en el marco de amistad entre los hombres y los pueblos”, poco antes de declarar oficialmente inaugurado el torneo “bajo el signo de la paz”. Aunque sonaron algunos silbidos aislados en las tribunas, las palabras del dictador tuvieron una discreta aceptación, tal como lo recordaría el ex futbolista (de Huracán que tiene un hermano desaparecido) Claudio Morresi. “Estaba en la cancha con mi tío y empecé a mirar a mi alrededor. En ese momento los policías eran muy fáciles de descubrir. Y noté la presencia de parejas; no sé si será cierto, pero percibí que, ante pasajes clave del discurso de Videla, aplaudían al mismo tiempo, como si estuvieran preparados. Esa actitud contagiaba al resto”, revelaría años más tarde.
El 0 a 0 entre Alemania Federal y Polonia abrió la competencia, que se desarrollaría durante 25 días en cinco ciudades, con la participación de 16 selecciones. A partir de ese día la Argentina oficial tuvo dos obsesiones: la suerte del equipo nacional y la necesidad de demostrar al Mundo que ésta era una tierra de ensueño. De la otra Argentina, la que estaba tras bambalinas, sólo bastará con mencionar que buena parte del torneo se jugó a quince cuadras de la ESMA, uno de los mayores centros de detención y tortura, y que dos clases de gritos, bien diferentes, se mezclaron aquel mes en el barrio de Núñez.

Cuestiones de Estado

El régimen militar organizó cuidadosamente la Copa, de manera tal que no quedasen dudas sobre las bondades del país y su gobierno. Sin dudas, el Mundial ´78 fue una cuestión de Estado, un acontecimiento con la fuerza suficiente para enfrentar la “campaña antiargentina orquestada desde el exterior”, según calificaba el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional a las denuncias que se hacían -en especial desde Europa- sobre las sistemáticas violaciones a los derechos humanos que se realizaban en todo el país. Frente al fuego cruzado de acusaciones y refutaciones, la mayoría de los argentinos aceptó el desafío mundialista como si fuera un símbolo de la grandeza perdida. Los militares vislumbraron, además, la posibilidad de unir laureles deportivos con gloria personal. Y al final del torneo, el objetivo había sido alcanzado: la gente tuvo su vuelta olímpica y la dictadura consiguió oxígeno político, al menos para un par de años más.
Pero la historia de las garras castrenses sobre el Mundial argentino había comenzado bastante tiempo antes. La Junta Militar, en su primera reunión -el mismo día del golpe-, comprendió el provecho que podía sacar del evento y aceptó la idea del jefe de la Armada, Eduardo Massera, que consistía en poner en marcha el “Operativo Copa del Mundo 1978”, para asegurarse la organización del torneo. La misión tenía una sola premisa: cualquier recurso podía ser útil. Por ello, entre el comienzo de la dictadura y la ceremonia inaugural, dos años y dos meses más tarde, hubo una serie de maniobras que no excluyeron asesinatos, negociados, fraudes y estafas.
La creación del Ente Autárquico Mundial 78 (EAM 78) respondía a la necesidad oficial de tener un organismo que programara la agenda y manejara las finanzas. Dirigido por el general Omar Actis -ex interventor de YPF- y secundado por el capitán Carlos Alberto Lacoste -hombre de confianza de Massera-, el EAM comenzó sus funciones en julio de 1976. Muy pronto quedó clara la diferencia de proyectos entre los dos dirigentes: mientras Actis pretendía una inversión austera, Lacoste quería gastar lo que fuese necesario para lograr un Mundial faraónico.
Después de una fuerte discusión, el titular del Ente expulsó al marino. Pero la mañana del 19 de agosto de 1976, “un comando subversivo de la organización Montoneros” interceptó el auto de Actis y lo fusiló con ráfagas de ametralladoras. Lacoste sería denunciado varios años después como el responsable intelectual del crimen, aunque por ese entonces ya era un poderoso integrante del séquito de João Havelange en la FIFA. De esta forma, la silenciosa batalla entre el Ejército y la Armada por ver quién se quedaba con el negocio del Mundial comenzó a inclinarse para el lado de Massera y sus secuaces.
El nuevo presidente del EAM 78 fue el general Antonio Merlo, un hombre propicio para dejarse influir, a quien Lacoste manejó sin dificultades. Fue desde su asunción que los costos comenzaron a trepar de modo inaudito, hasta alcanzar los 520 millones de dólares. Con esa cifra se podrían haber organizado cuatro mundiales más, si se tienen en cuenta los gastos del siguiente torneo (España 1982).
Se ordenó la completa remodelación de los estadios de River Plate, Vélez Sarsfield y Rosario Central, además de los nuevos de Córdoba (Chateau Carreras), Mar del Plata (Parque Municipal de los Deportes, luego José Minella) y Mendoza (Parque General San Martín, luego Islas Malvinas), cuya construcción había comenzado antes de la fundación del EAM 78. Los aeropuertos y los sistemas de telecomunicaciones fueron puestos a punto con 200 millones de dólares, además de otro centenar que se invirtió en las reformas del Canal 7 de televisión, que a partir de la Copa se llamó Argentina Televisora Color (ATC). También se decidió instalar, en la localidad bonaerense de Balcarce, una estación satelital para retransmitir los partidos a todo el Mundo. La infraestructura hotelera fue preparada incluso con la participación de las “azafatas de periodistas extranjeros”, un grupo de hermosas mujeres, bilingües y solícitas, que acompañarían a los hombres de prensa para que nada les faltase durante su estadía en la Argentina. Por si quedaban dudas sobre la seriedad del proyecto, el EAM 78 contrató los servicios de la empresa de seguridad Juncadella, uno de cuyos cerebros era el todavía desconocido Alfredo Yabrán. También fue de la partida la empresa norteamericana Burson-Marsteller & Asociados, especializada en el mejoramiento de la imagen de países y gobiernos.

Despejar el horizonte

La labor de Merlo y Lacoste causaba grandes dolores de cabeza al ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, quien advirtió a Videla sobre los desbocados presupuestos. La respuesta del militar fue clara: “Aunque costara cien millones de dólares más, aún sería beneficioso para la Argentina”. Semejante afirmación delataba el interés político puesto en el proyecto. Pese a todo, todavía quedaba un problema en el horizonte soñado por la dictadura: la existencia de Montoneros.
La única organización con capacidad de boicotear el Mundial a fuerza de atentados estaba comandada desde el exterior por el líder guerrillero Mario Eduardo Firmenich, un personaje oscuro que ya había colaborado con los servicios de inteligencia del Ejército, según se afirma en “El libro negro de los mundiales de fútbol” (Editorial Planeta, 1994). El almirante Massera evaluó en su escala de intereses si importaba más la ambición o la ideología, y no vaciló en entrevistarse con el montonero en la embajada argentina en París, a fines de 1977. En la charla se pactó una “garantía de paz durante el torneo, pero sin la orden de ‘cese el fuego’”.
Elena Holmberg trabajaba en la embajada al momento de la reunión. Diplomática de carrera y defensora del Proceso, su labor consistía en ahuyentar la muy mala prensa que tenía la Argentina en Francia. Cuando se enteró del encuentro entre Massera y Firmenich, le resultó intolerable que un “extremista” negociase con el gobierno y amenazó al marino con hacer público el acuerdo. Poco después “regresó”, y en enero de 1979 su cadáver apareció flotando en el río Luján.
Con un presupuesto ilimitado, la guerrilla arreglada y la población expectante, los militares sólo temían al fracaso deportivo de la Selección. En octubre de 1974, David Lorenzo Bracuto, entonces presidente de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA), le había otorgado al exitoso entrenador de Huracán, César Luis Menotti la dirección técnica del seleccionado.
Menotti tenía en sus manos un proceso difícil: lograr que la Argentina fuese un equipo respetable después de décadas de papelones internacionales. Finalmente, y a lo largo de casi cuatro años, el ex técnico de Huracán tuvo que ensayar muchas variantes para armar un conjunto competitivo, capaz de alzarse con el título.

Adiós Carrascosa

Menotti llegó a la Selección no sólo por sus méritos como entrenador, sino también por la afinidad que tenía con el poderoso dirigente sindical Lorenzo Miguel, que no ahorró esfuerzos en convencer a la plana mayor de AFA sobre lo beneficioso que podría ser ese técnico joven, de aspecto desganado, pero con conceptos futbolísticos que resaltaban la diversión sobre el resultado. Tal vez Menotti no hubiese aceptado la travesía si el gobierno de María Estela Martínez de Perón hubiera tenido la imperativa necesidad de ganar el torneo, como sí la tendrían después los militares.
Tal como los rumores presagiaban, llegó la madrugada del fatídico 24 de marzo de 1976, y pocas horas después el golpe de Estado le fue anunciado al plantel argentino -que estaba de gira en la Unión Soviética- por el relator deportivo José María Muñoz con un discurso tan seco como optimista: “Por suerte no hay que lamentar desgracias personales o derramamientos de sangre”, rubricó.
César Menotti confesaría, mucho después, que aquel día dudó entre volver al país o el exilio; su afiliación y militancia en el comunismo local eran una pésima carta de presentación ante los dictadores de turno. Después de numerosas cavilaciones, decidió el regreso a Buenos Aires y se sorprendió al ser confirmado en su cargo por el interventor de la AFA, Alfredo Cantilo. No sólo tenía asegurado el cumplimiento de su contrato sino que también se le otorgó plena libertad a su proyecto. Nunca se sabrá si detrás de ese apoyo también se escondió la orden de ganar el Mundial por derecha o por las armas.
Si bien la Selección tenía buenos jugadores, como Leopoldo Jacinto Luque (River), René Orlando Houseman (Huracán), Daniel Alberto Passarella (River) y Ricardo Daniel Bertoni (Independiente), en conjunto aún no se lograba alcanzar el nivel de las potencias europeas, que mostraban un juego más rápido y efectivo. Por eso en el invierno de 1977 se organizó una serie de siete partidos internacionales en la cancha de Boca Juniors, con el propósito de lograr, al fin, una base de juego. Rápidamente comenzó a circular la versión de que si el equipo no cosechaba al menos nueve de los catorce puntos en juego, Menotti debería renunciar, dejando el paso libre para el entrenador de Boca, Juan Carlos Lorenzo. Sin embargo, en aquella serie de juegos, el equipo logró los puntos necesarios, y el periodismo y la gente se limitaron a coincidir en dos puntos: que al equipo argentino todavía le faltaba camino por recorrer y que, sin dudas, la gran figura había sido el lateral derecho de Huracán, Jorge Carrascosa. Quizás por eso, su renuncia al seleccionado, cinco meses después, resultó inexplicable y sospechosa.
“De ninguna manera voy a ser instrumento de esta dictadura militar”, cuentan ciertas crónicas que dijo Carrascosa al anunciar la decisión a sus compañeros y al cuerpo técnico, aunque hasta el día de hoy sigue negando esa frase. Otra versión extraoficial es la que une la deserción del jugador con una solicitada de apoyo de la izquierda peronista al gobierno de Héctor Cámpora, que Carrascosa firmó en marzo de 1973. Tal vez un jugador con “semejantes” ideas no debía ser parte del afiche institucional. Lo cierto es que Menotti tardó meses para encontrar en Jorge Mario Olguín el difícil reemplazo del defensa.

Los últimos detalles

El cronograma elaborado en conjunto por el Ente y la FIFA para 1978 comenzó el 14 de enero, cuando en el Centro Municipal General San Martín se sorteó el fixture de la Copa del Mundo. Los bolilleros organizaron a los participantes en cuatro zonas de cuatro equipos cada una. El seleccionado de Menotti habría de jugar contra húngaros, franceses e italianos en el estadio de River Plate. El último campeón, Alemania Federal, fue agrupado con Polonia y los débiles México y Túnez. Los holandeses, serios aspirantes al título, tendrían que medir fuerzas con Escocia, Perú e Irán. Y Brasil encontró en españoles, suecos y austriacos los rivales de su zona.
Poco a poco el fútbol pasó a ser el eje de la vida social argentina, lo que demuestra la destreza de la dictadura a la hora de tapar la represión. Pero la capa de maquillaje hubiese sido impracticable sin la ayuda de la prensa, que alentó la efervescencia con un promedio creciente de páginas o minutos dedicados al torneo; las noticias sobre “enfrentamientos con guerrilleros” o “campañas antiargentinas” cedieron espacio y, de pronto, el país fue la versión sudamericana del Edén. Según el libro “El director técnico del Proceso”, de Roberto Gasparini y José Luis Ponsico (El Cid Editor, 1983), las puntas de lanza para edificar un periodismo obsecuente y distractor fueron “Héctor Drazer desde ATC, Juan de Biase desde Clarín, José María Muñoz desde Radio Rivadavia y Héctor Vega Onesime desde El Gráfico”.
Semanas antes al comienzo de la Copa, todos los medios de prensa argentinos recibieron una circular oficial en la que se vedaba cualquier clase de crítica al evento. Como ejemplo, los consejos que recibieron los periodistas de la revista Goles Match: “La línea política de nuestras publicaciones debe ser prolijamente encauzada hacia una actitud mesurada y constructiva, de inteligente apoyo crítico a las instituciones, a las autoridades y a los hombres que tienen y tendrán la muy compleja tarea de llevar a buen destino las actuales y futuras etapas del país. En ese sentido, seremos absolutamente intransigentes con toda manifestación periodística que apunte irresponsablemente a fomentar descontentos o tienda a la disociación de la paz social o de la unidad nacional”. Dentro de la misma línea, el personal de Radio Splendid sufrió un comunicado de tono imperativo: “En consideración al espíritu patriótico que debe guiar a todos los argentinos ante el mundo, durante los próximos días, y hasta la finalización del Campeonato Mundial de Fútbol ´78, fíjase como pauta oficial de la emisora la abstención absoluta de comentarios adversos a nuestra Selección, en forma particular o general, en todos los programas de la misma, sin excepción”.
En tanto, el equipo al que no se podía criticar finalizaba su preparación con una serie de partidos amistosos ante Rumania, Irlanda y Uruguay. César Luis Menotti ya había elegido a los 22 jugadores que disputarían el torneo, y para ello tuvo que dejar fuera del plantel a Diego Armando Maradona, un joven de Argentinos Juniors que prometía ser el nuevo héroe del fútbol argentino.
La elección final de futbolistas no fue fácil: Ubaldo Matildo Fillol, el arquero de River Plate, recién se incorporó en octubre de 1977, luego de casi dos años de distanciamiento con el técnico. Quien luego fue goleador y figura del Mundial, el cordobés Mario Alberto Kempes, no era tenido en cuenta por Menotti, a quien no lo terminaba de convencer pese a su estrellato en el fútbol español. El secretario técnico Rodolfo Kralj siguió el rendimiento del delantero durante 40 partidos, y sus conclusiones ante Menotti fueron decisivas para que al fin fuera convocado. Otro caso que trajo dificultades fue el defensor Osvaldo Piazza, que jugaba en Francia. Recién incorporado al plantel se enteró que su esposa se había accidentado, y debió regresar a Saint-Etienne.
El 23 de mayo la AFA presentó el listado de buena fe para el Mundial: Norberto Alonso, Osvaldo Ardiles, Héctor Baley, Ricardo Bertoni, Ubaldo Fillol, Américo Gallego, Luis Galván, Rubén Galván, René Houseman, Mario Kempes, Daniel Killer, Omar Larrosa, Ricardo La Volpe, Leopoldo Luque, Jorge Olguín, Oscar Ortiz, Miguel Oviedo, Rubén Pagnanini, Daniel Passarella, César Tarantini, Daniel Valencia y Ricardo Villa.
El último mes de espera terminó con la visita de la delegación argentina a la Casa Rosada. En una reunión a puertas cerradas, Videla fue explícito: obtener la copa era de gran importancia para el país y su imagen ante el Mundo. Además de la defensa patriótica de los colores deportivos, el dictador puso énfasis en el fair play (juego limpio). Había que demostrar, mediante el fútbol, que ésta era una Nación pacífica, “derecha y humana”. Paralelamente, varios jugadores europeos confesaban que el viaje a la Argentina les provocaba temor por su seguridad personal. En Francia, los sectores progresistas intentaron que su representación no participara, e incluso el entonces jefe del Partido Socialista François Mitterand premió a los botones del Hotel Meurice que se negaron a llevar las valijas del almirante Armando Lambruschini.
Johan Cruyff, estrella de Holanda en el Mundial de Alemania ’74 y figura en España, en el club Barcelona, anunció su retiro del seleccionado como medida de protesta contra la dictadura anfitriona. La respuesta absurda llegó desde la revista El Gráfico, que publicó una sospechosa carta del capitán holandés Ruud Krol -dirigida a su hija- en la que afirmaba que los soldados argentinos sólo “disparan flores de sus fusiles”. Años después se supo que el verdadero redactor de esa carta había sido el periodista Enrique Romero.
La criticada posición que asumió la revista deportiva más importante del país fue siempre uno de los puntos más oscuros de sus 84 años de vida. El periodista Eduardo Rafael recordó aquel momento de la historia de El Gráfico. “A mí se me acercó el director de la revista y me dijo que, a partir de ese momento, no se podía criticar al seleccionado. El Mundial ´78 fue el momento empresarial para apoyar a la Selección, de ese modo se podían vender muchos más ejemplares.” Evidentemente la decisión de los directivos fue la acertada, porque llegaron a vender más de 300 mil ejemplares por número durante la competencia, con picos de 500 mil.
A la misma hora que comenzó el Mundial, las Madres de Plaza de Mayo repetían su peregrinaje circular de cada jueves. Calificadas de “locas” por la publicación femenina Para Ti, este grupo de mujeres encontró sus primeros ecos en algunos periodistas extranjeros que obviaron la fiesta que se desarrollaba en River. Dentro de ese contexto sonó el silbatazo de Ángel Coerezza, el árbitro argentino designado para el partido inaugural, que por aquellos años también regenteaba una cantina en el complejo militar de Campo de Mayo, de acuerdo con la revista “Yo fui testigo”.

Comienza “la fiesta de todos”

La Argentina le ganó a Hungría por 2 a 1 en el debut y cuatro días después repitió el resultado ante Francia; así se aseguró la clasificación para la siguiente fase. El 10 de junio, cayó 1 a 0 ante Italia y resignó el primer puesto de su grupo. El equipo de Menotti quedó en la Zona B y debió viajar a Rosario para enfrentar, entre el 14 y 21 de junio, a Polonia, Brasil y Perú. Por su parte, alemanes federales, austriacos, holandeses e italianos también pasaron la etapa inicial y fueron reagrupados en la Zona A, con sede en Buenos Aires y Córdoba. Los primeros de cada grupo jugarían la final, mientras que los segundos habrían de hacerlo por la medalla de bronce.
Luego de una noche heroica frente a Polonia, en la que Kempes hizo los dos goles del partido y Fillol le atajó un penal al talentoso Deyna, hubo un empate en cero con los brasileños, que tres días después ganaron su último encuentro por 3 a 1 y obligaron a los locales a ganarle a la selección de Perú por cuatro goles de diferencia, si es que pretendían jugar la final.
Esa misma semana, los argentinos podían leer en Clarín: “Resulta claro que la subversión constituyó un brote que tuvo un efímero apoyo político, sin arraigo en las masas. Es igualmente claro que está derrotada. También la conciencia de la victoria se encuentra difundida en todos los niveles del poder y del pueblo. Sólo así puede llevarse adelante, con discreta y eficaz vigilancia, una serie de espectáculos multitudinarios por naturaleza”.

Peligro de gol, peligro

El partido contra Perú y su célebre resultado final quedarán para siempre envueltos en un contexto de irrealidad. Las decenas de comentarios sobre el desempeño moral de todos los protagonistas casi han alcanzado el rango de fábula; ya no se pude distinguir verdad de mentira y toda conjetura parece desembocar en la máxima “piense mal y acierte”, acuñada por aquellos años. Las estadísticas dicen que la Argentina ganó 6 a 0 y se clasificó para la final, un resultado que la dictadura necesitaba tanto como cualquier otro de sus pactos diabólicos.
Todo comenzó a las 19.15. El estadio de Rosario Central estaba desbordado de gente que ignoraba la visita, minutos antes de empezar el juego, de Videla al vestuario argentino para desear algo más que éxitos. Una versión jamás confirmada decía que el gobierno argentino habría repartido 250 mil dólares entre algunos jugadores peruanos para evitar molestias en el trámite hacia la copa. Ramón Quiroga, arquero argentino nacionalizado peruano, figuraba en todas las listas acusatorias, pero él se limitó a repetir: “Yo no me vendí”.
Apenas había transcurrido una hora desde el comienzo y ya se habían anotado los cuatro goles tan ansiados. El equipo daba la impresión de aplastar a un rival que, en los primeros quince minutos, había pegado dos remates en los palos, pero que en ese momento parecía un conjunto de aficionados con mala predisposición. Se lograron dos goles más y la hazaña quedó consumada. Pero a más de 300 kilómetros del partido, en la calle Amenábar del barrio porteño de Belgrano, los festejos por la clasificación a la final se habían disipado muy rápidamente. Un kilo y medio de trotyl había destruido la casa de Juan Alemann, secretario de Hacienda de Martínez de Hoz, en el instante en que Luque lograba el esperado cuarto gol. Alemann había denunciado los exorbitantes gastos del EAM 78, hechos “a la ligera” y con un responsable que tenía “nombre y apellido”, una alusión clara a Carlos Lacoste. El atentado no provocó muertes pero el mensaje silenciador estaba cumplido.
La Copa del Mundo llegaba a su fin y sólo dos representaciones quedaban en pie: los dirigidos por Menotti y Holanda, que había clasificado con comodidad en su zona. El día previo a la final, Brasil le ganó 2 a 1 a Italia y se quedó con el tercer puesto y un manojo de denuncias contra argentinos y peruanos.

O juremos con gloria morir

“De acuerdo con informaciones procedentes de los Países Bajos, se ha desarrollado allí un estado de genuina presión psicológica respecto a cómo comportarse de cara a las autoridades y a la persona del presidente argentino. Los medios de difusión de Europa occidental se esforzaron en señalar que en la Argentina se distrae al pueblo de sus aparentes sufrimientos bajo un régimen tiránico. Hasta se insistió absurdamente en comparar la situación actual argentina con la de la Alemania nazi de 1936, cuando allá se efectuaron los Juegos Olímpicos (…) Nuestro gobierno actual fue y sigue siendo un régimen imperante en una situación de emergencia y nunca se buscó ningún espaldarazo en la realización del Mundial de Fútbol.” (Manfred Schönfeld, La Prensa, 24 de junio de 1978).
Mario Kempes abrió el marcador y casi una hora de juego más tarde, cuando todos comenzaban a intuir el triunfo argentino, un fulminante ataque holandés, terminó con un cabezazo de Nanninga y el inesperado empate de los europeos, a tan sólo nueve minutos del final. Pero lo más alarmante para la dictadura todavía estaba por pasar. En la última jugada, Rensenbrink se filtró por detrás de Olguín, enfrentó a Fillol y con el último esfuerzo, superó la tapada del arquero argentino. Por un instante, mientras la pelota avanzaba inexorablemente hacia el arco, el sueño megalómano de la dictadura quedó paralizado y “los culos de Videla, Massera y Agosti” de pronto fueron “los más cerrados del planeta”, como describiría el novelista Juan Sasturain en el libro “La Argentina en los mundiales”. Sin embargo, ante el estupor de 70 mil personas enmudecidas, la pelota pegó en el palo, ensimismada, y regresó al área, como si nada hubiera pasado. Luego, la historia es por demás conocida: llegó el suplementario y con él, los goles de Kempes y Bertoni, y el silbatazo final del italiano Gonella, decretando que la Argentina era, por primera vez, campeón mundial de fútbol.
Un hecho que casi todos vieron como un gesto propio de “malos perdedores” fue la ausencia del plantel holandés en la entrega de trofeos. Esta actitud confirmaba la política de desprecio que los europeos tenían respecto de la dictadura militar argentina. Pero pocos entendieron ese detalle, porque en esos momentos el capitán Daniel Passarella estaba alzando la copa para regocijo de todo un pueblo, pero en especial para un grupo de militares que jamás concibieron otro final posible, como explicó Massera al día siguiente en el diario La Nación: “¿O acaso no somos capaces de darle al país lo que somos capaces de darle a un acontecimiento deportivo ?” El marino sentía la euforia general como un triunfo personal.
El domingo 25 de junio de 1978 entró en la historia popular argentina como un día de gloria. El Estadio Monumental se transformó en un templo catártico, lleno de banderas y papelitos que flotaban en el aire. Los cantos y aplausos se distribuían a lo largo de las tribunas y la escena se repetía calcada en todas las provincias del país. Era el festejo de millones de personas que ignoraban su condición de actores secundarios en una trama escrita bastante tiempo atrás. Mientras el estadio de River Plate comenzaba a vaciarse lentamente para seguir los festejos en las calles porteñas, un espectador logró acercarse al palco oficial para compartir su euforia con Videla. El dictador le agradeció con una sonrisa prolija, casi geométrica, y respondió: “Claro que estoy contento. Este partido lo ganamos todos los argentinos, ¿no lo cree usted así ?”